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El poder encapsulado

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La imagen podría ser una pintura de la modernidad política: el líder en el centro, aislado en su cuadrícula exacta, flanqueado por micrófonos que se alargan como flechas detenidas en el aire. Al otro lado, una muralla de periodistas se estira buscando una fisura, un resquicio donde penetrar el discurso blindado. Pero Scholz se mantiene firme, contenido en su propia geometría, pronunciando frases medidas en un espacio donde todo está premeditado, desde la luz hasta el ángulo de cada cable.

poder encapsulado

La comparecencia no es un acto de comunicación, sino una liturgia. La distancia entre el poder y la prensa es física, pero también simbólica: él habla desde su podio invisible, ellos preguntan desde la trinchera. En medio, una frontera silenciosa. No hay desorden, no hay improvisación, no hay siquiera el riesgo de una mirada fuera de lugar. La política se vuelve un escaparate donde el mensaje se emite sin interferencias, donde la espontaneidad ha sido eliminada en favor del control absoluto.

Al fondo, las banderas de Europa recuerdan que no se trata solo de un político alemán, sino de una arquitectura mayor, de un engranaje que se mueve sin fricción visible. Pero en la perfección de la escena, en su frialdad quirúrgica, se revela también la fragilidad de este modelo: una democracia encapsulada, donde la participación se reduce a la observación y donde el contacto entre el poder y la sociedad se filtra a través de protocolos inquebrantables.

La imagen, en su aparente dinamismo, es en realidad un cuadro inmóvil. El canciller expone, los micrófonos capturan, los periodistas registran. No hay roce, no hay intercambio, no hay posibilidad de ruptura. Solo el simulacro de un diálogo que nunca termina de ocurrir.

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