Como bien sabemos, el marketing político ha empezado a adoptar con gran éxito muchos de los avances de la Inteligencia Artificial generativa y el Machine Learning (ML). Todo ello con el fin de mejorar estrategias, conocer mejor las audiencias y conectar de forma más efectiva y clara con ellas.
Sin embargo, el elemento clave en todo ello, los datos, así como la forma de recolección y uso, empiezan a ser cuestionados, debido a las malas prácticas que desencadenan escenarios realmente preocupantes para la salud de la democracia. ¿Es ético diseñar mensajes emocionales basados en el perfil psicológico de un votante sin que este lo sepa?, ¿dónde termina la persuasión democrática y dónde comienza la manipulación algorítmica?
En esta entrada analizaremos los fundamentos de la ética de los datos aplicados al marketing político. Sin perder de vista que no podemos dar marcha atrás en el aprovechamiento de las nuevas tecnologías, analizaremos los desafíos éticos del uso de datos en marketing político y cómo adoptar prácticas más transparentes y democráticas.
Pese a que todavía no se aplica de forma estricta en muchos entornos o compañías, lo cierto es que, sí, hay una ética que regula la obtención y uso de los datos.
Surgida a finales del siglo XX, ante el aumento en el volumen de datos y las preocupaciones por la privacidad y confidencialidad. La ética de los datos refiere a un sistema de valores y principios generales que propone una gestión responsable de estos.
Desde esta perspectiva se busca que, en todas las fases, desde la generación, recogida, sistematización, uso, divulgación y resguardo, las prácticas estén orientadas por criterios éticos y morales. La idea es orientar a las diversas organizaciones en buenas prácticas como el consentimiento informado, la minimización del uso de datos, la transparencia sobre cómo se recopilan y emplean, y la búsqueda de equidad y justicia algorítmica.
Al posar la mirada de este proceso en áreas como el marketing político o la comunicación política, encontramos un amplio proceso de obtención y uso de datos personales, e incluso conductuales. En este sentido hoy, las campañas se enfocan en obtener o comprar de otros proveedores de datos, información relacionada con aspectos como:
Para obtenerlos, los métodos difieren. Desde las estrategias típicas de encuestas, formularios, grupos focales, o perfiles voluntarios. Hasta otras metodologías que resultan un poco más opacas y que están relacionadas con la huella de las cookies o huella digital, y/o la extracción automatizada desde sitios web como redes sociales, también conocido como scraping de datos.
Sin importar si son datos obtenidos por la misma campaña, gobierno, o por terceros que ejercen el comercio de datos. Lo que empieza a generar dudas es cómo dichos datos son usados para generar predicciones sobre los usuarios, generar un perfil detallado de los mismos e inducir un comportamiento deseado a partir de esto.
Si bien por ahora nada de esto se considera ilegal, y realmente la mayoría de nosotros admite (consciente o inconscientemente) la monitorización de sus datos cuando acepta las cookies de navegación. Es justo aquí cuando aparecen los grises o los aspectos éticamente cuestionables.
Con datos tan simples como los patrones de scroll en pantalla, los sistemas de ML son capaces de generar patrones de segmentación psicográfica. Esta técnica, mucho más sofisticada que la demográfica, permite predecir qué tipo de mensaje serán más efectivo con un votante según sus rasgos emocionales o psicológicos. Y por ende, incidir en un comportamiento determinado.
¿Queremos ser fácilmente persuasibles gracias a que una gran compañía ha diseñado un perfil exacto sobre nuestros rasgos ideológicos, políticos, emocionales y de conducta? Y todo ello, sin apenas enterarnos cómo ni cuándo, ¿elige de forma realmente libre y consciente, un ciudadano que ha sido seducido por un mensaje de campaña basado en sus sesgos cognitivos?
En este sentido, el problema ético central que se desprende, es claro: los votantes no saben, o no son conscientes del alcance que tiene el estar siendo observados, perfilados y persuadidos con base en sus datos personales. Y justamente es en este marco, donde la comunicación política deja de ser un espacio de intercambio abierto, y se convierte en un conjunto de estrategias de seducción poco transparentes.
Por ejemplo, un fenómeno cada vez más común que instrumentaliza lo anterior es el de los “meddle ads”, mencionado por Lasing Reed (2025). Los meddle adds son un tipo de campañas que, si bien no violan leyes, sí intervienen estratégica y directamente en las primarias de partidos rivales. El objetivo es influir en la selección de los candidatos más extremos, divisivos o los menos competitivos.
Visto así, hay algo que inevitablemente debemos cuestionarnos, ¿es democrática una campaña orientada de esta manera?, ¿está incentivando el diálogo y el consenso ciudadano, o simplemente aprovechándose de ciertos sesgos cognitivos, muchos de ellos orientados a la división y confrontación, para aumentar el caudal de votación?
Pese a que se trata de cuestiones complejas, donde no hay respuestas binarias. La opción de renunciar o excluir estas herramientas de la comunicación política, tampoco debería ser considerada. Se trata más bien de apostar por un uso ético de la tecnología, de definir, adaptar y emplear ciertas reglas de juego claras. Así como de establecer ciertos límites a malas prácticas como la manipulación y la falta de transparencia.
Ante dilemas tan complejos, la búsqueda de un equilibrio, casi siempre nos pone del lado correcto de la historia. ¿Cómo hacer un uso ético de los datos sin prácticas antidemocráticas, pero sacando el máximo potencial a las herramientas? Autores como Lansing Reed (2024) hablan de una ética utilitarista basada en reglas.
Lejos del idealismo democrático, el autor menciona que es posible, y necesario, hablar de transparencia en los procesos electorales en el marco de la IA y la era digital. Es decir, propone que el marketing político debe regirse por reglas éticas estables, que no se enfoquen solo en ganar elecciones, sino en fortalecer la democracia, proteger la deliberación y preservar la integridad del proceso electoral.
Es decir, es fundamental, dejar de normalizar que los votantes sean manipulados afectivamente por campañas que apelan al odio o al miedo, gracias a que un algoritmo así lo decretó. Así como dejar de aceptar la cada vez más creciente erosión de la autonomía ciudadana y el débil debate público.
Por lo tanto, sería justo que, en su lugar, se pacten normas básicas que permitan que la tecnología y sus herramientas sigan potenciando los procesos electorales y democráticos. Todo esto, sin ensombrecer nuestro sistema democrático.
Para ello, Reed propone algunos principios orientados a lograr una ética en la publicidad política y en el uso de datos. Se trata de un marco basado en el utilitarismo de reglas, esto es, un modo de establecer principios éticos claros que, sin rechazar el uso de las herramientas tecnológicas, aseguren una práctica política que fortalezca la democracia y no que ahonde su crisis.
Entre esos principios destacan: la transparencia y honestidad comunicativa, la no manipulación emocional o de la información de forma deliberada y el respeto por el debate público abierto. En este orden, el uso y gestión de datos, nunca debería llevar a propagar mensajes antidemocráticos. Así como usar discursos que socaven la legitimidad del gobierno representativo, el pluralismo o los derechos de las minorías.
Mucho menos, mensajes que exploten sesgos cognitivos o de otro tipo en los votantes, induciéndolos a acciones no democráticas como la discriminación y el odio. Y por supuesto, no aceptar mensajes basados en la mentira o el engaño.
En definitiva, la IA y el uso de datos ofrecen oportunidades innegables para enriquecer la comunicación política. Técnicas como el microtargeting aseguran un mayor alcance, capacidad de respuesta e interacción entre candidatos y votantes. Algo que siempre es deseable.
Sin embargo, estos avances también plantean dilemas profundos que no pueden resolverse solo apelando a criterios basados en los resultados o el éxito electoral. La personalización y la efectividad de una campaña o mensaje no puede convertirse en excusa para vulnerar la privacidad, manipular emociones o erosionar la autonomía del votante.
En consecuencia, ante un contexto donde los algoritmos se han convertido en actores clave del discurso público, valores como la transparencia, la regulación y la ética profesional deben ser la base sobre la que se construya toda estrategia política.
De lo contrario, corremos un alto riesgo de que la democracia, tal como la conocemos, derive en otras formas políticas donde la verdad, el consenso y la participación están completamente extintas. Es momento de que campañas, partidos y consultores entiendan que no todo lo que es posible es deseable, y que proteger la democracia implica también saber decir no a ciertos usos del poder digital.
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