En el convulso escenario político contemporáneo, Donald Trump ha consolidado un modelo de comunicación basado en la disrupción constante. Lejos de constituir un proceder errático o improvisado, su estrategia responde a un cálculo preciso: generar un flujo incesante de controversias que mantengan su figura en el centro de la conversación pública. Este mecanismo, que podríamos denominar estrategia del caos, se erige sobre varios pilares clave, desde la saturación informativa hasta la instrumentalización de la imprevisibilidad como herramienta de poder.
Uno de los principios fundamentales de esta estrategia es lo que su exasesor Steve Bannon denominó «flooding the zone with shit»—inundar el espacio mediático con tal volumen de declaraciones, anuncios y polémicas que la capacidad de respuesta de adversarios y medios se vea desbordada. En la práctica, esto se traduce en una hiperactividad comunicativa que impide la sedimentación del discurso público.
Un ejemplo paradigmático de esta táctica se observó en los primeros nueve días de su nueva campaña, cuando Trump firmó 38 decretos ejecutivos, en contraste con los 220 que emitió durante todo su mandato anterior. Esta sucesión vertiginosa de acciones genera un clima de inestabilidad y urgencia, en el que resulta complejo discernir prioridades o articular respuestas coherentes.
Otro rasgo distintivo de su estrategia es el recurso sistemático a la provocación como mecanismo de control narrativo. Sus declaraciones, a menudo incendiarias, no solo garantizan la atención mediática inmediata, sino que obligan a otros actores políticos a posicionarse en relación con ellas. Un ejemplo reciente lo encontramos en su amenaza de «desatar el infierno» si Hamás no liberaba a «todos» los rehenes antes de un plazo determinado. Este tipo de afirmaciones generan una respuesta casi automática en medios de comunicación y en la esfera política, reforzando así su centralidad en el debate público.
La ambigüedad y la contradicción son componentes esenciales de la estrategia trumpista. Sus declaraciones suelen ser desmentidas, matizadas o incluso reformuladas en cuestión de horas, generando un estado de incertidumbre permanente. Este proceder recuerda a la Teoría del Loco formulada por Richard Nixon, pero adaptada a la lógica de las redes sociales y el ecosistema digital. La volatilidad de su discurso no solo impide una reacción coordinada de sus adversarios, sino que además refuerza su imagen de líder indomable y ajeno a las reglas del juego tradicional.
El dominio del ecosistema digital es otro de los pilares de su estrategia. La relación entre Trump y Elon Musk, propietario de X (anteriormente Twitter), ilustra la importancia de las plataformas digitales como amplificadoras de su discurso. Esta alianza le permite no solo proyectar su mensaje de forma directa, sino también fomentar debates y controversias que, en muchas ocasiones, se traducen en desinformación a gran escala.
Más allá del espectáculo mediático, la estrategia del caos persigue un objetivo concreto: la reconfiguración del poder institucional en Estados Unidos. Desde el Partido Demócrata, se ha advertido que, tras la distracción generada por el ruido mediático, subyace una agenda de transformación estructural. Entre sus ejes fundamentales estarían la reducción del gasto social, la sustitución de funcionarios de carrera por perfiles ideológicamente afines y una reformulación del aparato estatal en favor de una visión autoritaria del liderazgo.
Lejos de constituir una anomalía, la estrategia del caos de Trump responde a una lógica perfectamente definida y probada en el tiempo. A través de la saturación informativa, la provocación calculada y la imprevisibilidad como herramienta de control, ha logrado no solo condicionar el debate político, sino también consolidar su imagen como outsider disruptivo.
En un contexto donde la comunicación política se encuentra cada vez más mediatizada y polarizada, este modelo plantea desafíos significativos para la democracia y el discurso público. Comprender sus mecanismos no es solo un ejercicio de análisis, sino una necesidad imperante para desentrañar los efectos que estas tácticas tienen sobre la estabilidad institucional y la calidad del debate político contemporáneo.
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