Hace apenas unos días, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, se refirió al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, como el galgo de Paiporta, una referencia burlona a la marcha apresurada del presidente del Gobierno en su visita a este municipio valenciano afectado por la DANA. No es un insulto aislado.
Desde hace años, sus detractores han popularizado el apelativo de Perro Sánchez, un mote que, con la insistencia de la repetición, ha trascendido el ámbito de las redes sociales y se ha instalado en el debate público. De hecho, los socialistas intentaron convertirlo en una fortaleza, con el fin de unir y fortalecer al grupo, y lucieron cartelería alusiva al insulto en la celebración de los resultados electorales de julio de 2023. La animalización del adversario político no es una novedad, pero sí un síntoma del empobrecimiento del discurso democrático, además de una deriva de las estrategias comunicativas en el campo político.
No es solo Sánchez. En la Comunidad Valenciana, un diputado del Partido Popular ha llamado recientemente «caniche» a la delegada del Gobierno. Las metáforas animales recorren el Parlamento como un bestiario medieval: serpientes, hienas, buitres y borregos pueblan los escaños con la misma frecuencia con la que, en otros tiempos, se evocaban ideales, programas o modelos de país. Convertir a los adversarios en animales no es solo una estrategia de burla: es un mecanismo de deshumanización que ha acompañado a la política desde que la palabra se convirtió en herramienta de poder.
Tampoco la izquierda está libre de pecado: es conocido el vídeo electoral del PSOE en los noventa, ideado por Alfonso Guerra, en el que la derecha quedaba simbolizada por un doberman. Todo un hit de la comunicación política del pasado siglo en España, que de tal manera ha entrado en el imaginario colectivo y se ha convertido en un recurso más que usado en tiempos de zozobra electoral: sacar al doberman.
La propaganda política ha recurrido durante siglos a la zoología para degradar al enemigo. En la Roma clásica, Cicerón llamaba bestia inmunda a Marco Antonio, en un intento de restarle legitimidad y presentarlo como un ser irracional, guiado por sus instintos. En la Edad Media, los reyes y nobles utilizaban emblemas animales en sus blasones para reivindicar su fuerza (el león inglés, el águila imperial), pero en la sátira y la crítica política la fauna cumplía una función opuesta: la de la degradación.
En tiempos de guerra, la animalización ha servido como antesala del exterminio. La propaganda nazi describía a los judíos como ‘ratas’ y ‘piojos’, términos que sugerían infestación y que justificaban su eliminación. Quien quiera profundizar en el asunto puede leer ‘LTI: la lengua del Tercer Reich’, de Víctor Klemperer.
Durante el genocidio de Ruanda en 1994, los tutsis fueron llamados ‘cucarachas’ por los extremistas hutus, una imagen que se repitió en la radio hasta convertir la matanza en una cuestión de limpieza. La historia ha demostrado que la deshumanización a través del lenguaje no es un simple recurso estilístico: puede tener consecuencias reales.
Desde la perspectiva retórica, la animalización funciona bajo el principio de metáfora conceptual, desarrollada por Lakoff y Johnson en los años ochenta. No es solo un insulto, sino una forma de estructurar el pensamiento. Si un líder político es descrito constantemente como un ‘perro faldero’, la imagen que se proyecta no es solo la de alguien servil, sino la de un ser inferior, sin capacidad de decisión propia. El lenguaje moldea la percepción y, en política, la percepción lo es todo.
Además, la animalización opera dentro de la estrategia argumentativa del ad hominem, donde se ataca la identidad del adversario en lugar de sus ideas. Es más fácil desacreditar a un líder llamándolo rata que desmontar su programa político con datos y argumentos. El insulto zoológico simplifica la complejidad de la política en una imagen reconocible, instantánea y emocional.
En una política cada vez más dominada por el espectáculo, la animalización del adversario no es solo una estrategia de ataque, sino una forma de conectar con el público. Las redes sociales han amplificado estos discursos, convirtiendo los motes en memes y los insultos en identidades. Pero más allá del chiste fácil, esta degradación simbólica tiene un coste: reduce la política a una caricatura y desplaza el debate de las ideas a la arena de la burla.
Quizá, en el fondo, la pregunta no sea por qué se usa la animalización en política, sino por qué sigue funcionando. Tal vez porque, en el juego del poder, el lenguaje no solo describe la realidad: la crea. Y en esta fábula política, cada insulto es una jaula, una etiqueta que convierte al adversario en un animal al que, llegado el momento, será más fácil domar, expulsar o exterminar.
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